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NUEVOS FRAGMENTOS PARA LUIS PALMERO
Cualquier brizna del trabajo de Luis Palmero me interesa.

Hay algo siempre musical en el proceder de Palmero, instrumentista (contrabajista) en plan violín de Ingres. Compartimos la pasión por dos grandes monótonos, autores de obras pianísticas a la vez contenidas, y cargadas de emoción: Erik Satie, y Morton Feldman. Dos compositores, por lo demás, capaces de sonrisa, como siempre lo ha sido el pintor tinerfeño.

Su casa-estudio de La Laguna: un lugar donde entender la armonía entre su vida, sus gustos, y una obra en la que, aunque se desarrolla por avenidas trazadas hace décadas, se abren constantemente nuevas perspectivas, nuevas ramificaciones nuevos excursos. Todo en calma, en busca de la tranquilidad, nunca fácil. Cercanía de esta casa de la vida a la naturaleza, vía plantas tropicales que nos traen el recuerdo del amor por ellas de Matisse o del Ellsworth Kelly más francés y matissiano. Y luego está la imponente presencia, en la pared del fondo, de la biblioteca. Inevitablemente seguimos, dulce condena, con el papel impreso. Siempre que visito este estudio, igual que me sucede en los de otros pintores letraheridos (pienso por ejemplo en José María Báez casi a la sombra de la mezquita de Córdoba, en Alejandro Corujeira en el propio Madrid, o en Dis Berlin en Aranjuez, otros tres de los nueve pintores con los que en 1993 el tinerfeño coincidió en Sueños geométricos, mi colectiva en Arteleku, y luego en Madrid, en Elba Benítez), aprovecho para comprobar cuáles son sus faros, cuáles sus lecturas, cuáles los álbumes que hojea y ante los que reflexiona. (Con Báez, en 2000 celebraría una muestra conjunta, Con-jugar, en Manuel Ojeda).
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Elogio de la espátula, y en esa práctica, que supuso una inflexión en su obra, anteriormente más delgada de factura, un faro ha sido para él, circa 2006, el segundo Luis Feito, el de los amarillos y los rojos y los naranjas encendidos: ver por ejemplo Número 460-A (1963), una de las piezas mejores del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. Nubes a la espátula, y una sonriente evocación de la oferta de las heladerías, donde se combinan el chocolate y la vainilla, la fresa y el pistacho: los títulos del ciclo, parte del cual se vio en su muestra de Artizar Estrellarse (2006), puesto bajo la advocación, en el catálogo, de un verso marinero del inolvidable Emilio Adolfo Westphalen, son genéricos, Dos sabores, Tres sabores, y así sucesivamente. Un Palmero finamente cotidiano, sofisticado e irónico, sutilmente neofifties. Por ese lado, que roza a veces, como él mismo lo ha indicado, una estética pop y a la vez un gestualismo congelado (al pintor siempre le interesó un cierto Gerhard Richter), me gusta especialmente su evocación de unas nubes grises, tema este de la nube prácticamente ausente de su obra anterior, implacablemente solar, radiante, inmaculada.
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En la exposición para la que escribo estas líneas, Palmero, que la ha titulado Celebración, rinde tributo a tres pintores: José Jorge Oramas, Ethel Adnan, y un más inesperado (y aquí, menos conocido) Gerwald Rockenschaub. Una escala más en su caminar, de nuevo en Artizar, sala que, generación tras generación, le es fiel, como es fiel.

Primer nombre: Oramas. Con él, de trayectoria vital por desgracia tan corta, pero de obra tan deslumbrante, Palmero lleva décadas dialogando. Pinturas solares, sí, radiantes, de alta intensidad poética, ambas, las de Oramas y las de Palmero, que ya escribía sobre su ilustre predecesor en el número 15 de Syntaxis, y que ya entonces contemplaba sus cuadros como talismanes. Uno de los más oramasianos de su producción es, desde su título mismo, Casas del risco (1993). Otros: los del ciclo de 1994 La casa del mar, con sus rojos, amarillos y azules luminosos. En nuestra conversación lanzaroteña él lo deja meridianamente claro, cuando define la pintura de su predecesor refiriéndose a los mínimos pretextos sobre los que la construye: “la casa, la pared, la puerta, la pitera”. Y también: “pintor del mediodía”, “de un mediodía de sol a plomo”. En los cuadros de este ciclo de ahora, que titula Paisaje insular, y que es de geometrías multicolores, parte una vez más de la geometría de la casa popular canaria, cuyo primer cantor fue el Oramas de los riscos de Las Palmas, por él contemplados desde la ventana del sanatorio donde moriría, tan jovencísimo. Resulta emocionante comprobar que cuatro décadas después, el Palmero de la madurez sigue siendo oramasiano, sin parodiarlo nunca. Por mi parte, citaré el poema con que se cierra La dulce geometría: “Versos como cuadros como casas canarias, en la dulzura duran”. (“Dulzura”, en verde).

El segundo nombre: la libanesa Etel Adnan, de la que en 2021 el crítico de arte grancanario Álvaro Rodríguez Fominaya presentó una retrospectiva en el C3A de Córdoba, que entonces dirigía, justo unos días antes de que ella falleciera en París, casi a la sombra de mi Saint-Sulpice, donde Sánchez Robayna, que estaba en correspondencia con ella, me proponía que fuéramos a visitarla, y qué bonito hubiera sido que realizáramos ese proyecto. Retrospectiva que luego visitaría Tenerife, gracias al TEA. El modo adnaniano, tan único, de mezclar geometría y naturaleza, orden e intuición, imagen y palabra, lo tiene todo para seducir al tinerfeño, que en este ciclo titulado Aeteladnan, ciclo libre y feliz, a la vez abstracto y figurativo, y de una poesía elemental, por momentos casi lúdica, rinde homenaje a esta solitaria que sólo a lo tarde ha logrado visibilidad internacional. Alguien podría decirme que, a diferencia de lo que sucede en el caso de ella, él no ha cultivado el verso. A lo que cabría replicar que, en sus aforismos, en sus fragmentos, en sus formas breves, Palmero es tan poeta como ella. Y ello casi desde los inicios, en que, estudiante en Barcelona, donde se tituló en Bellas Artes en 1984, ya admiraba a Foix, o al Joan Brossa de Poemes civils.
El recordado Brossa llama a Palmero, en una carta de 1987, “medidor de transparencias”, felicísima fórmula, y le envía un expresivo “bravo” por sus cuadros, y por sus “grandes pequeños textos”, en todo lo cual veía, entre exclamaciones, “un punto maravilloso de poesía”. Por la fecha, está claro que se trata de un acuse de recibo de Fragmentos, la antes aludida publicación de la Casa de la Cultura de Yaiza, y hay que subrayar la atención con que el catalán leyó el envío: no sólo se fijó en la secuencia de imágenes, sino que detectó los seis fragmentos textuales, compuestos en una letra tan pequeña, que podría no haber reparado en ellos, pero no fue así. Seis años después, Escalas, se abriría precisamente con un haiku brossiano, tan minimalista y a la vez tan esencialmente figurativo que se entiende muy bien que el pintor se apropiara de él: “El cel / a dalt i el mar / a baix”.

Gerwald Rockenschaub, el tercer y último nombre en liza en esta muestra para cuyo catálogo escribo estas líneas, será objeto en ella de un mural efímero, y del que en el momento en que termino de redactar estas líneas no conozco más que la intención de hacerlo. Una vez más, la tentación, en Palmero, de intervenir directamente en la pared, en línea con este aforismo suyo que constituye todo un programa: “Transformar las blancas y frías paredes de las salas en blancas y cálidas paredes coloristas”. Menos conocido que otros pintores austriacos más angustiados y por los que mi entusiasmo es limitado, a mi modo de ver Rockenschaub es, como el ya citado Caramelle, una de las figuras más interesantes de esa escena. Me gusta especialmente su modo de combinar una sensibilidad básicamente geométrica, post-minimalista, y ciertos dejes pop, todo ello con gran alegría, y siempre despertando nuestra sonrisa.
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Juan Manuel Bonet
(Texto completo en www.artizar.es)
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